De lunes a sábado trabajaba clasificando paquetes en un almacén. No tenía amigos, pero tampoco los necesitaba. Cada domingo al llegar al local, se sentía como si estuviera en casa rodeada de su familia. El encargado había pasado a formar parte de su vida, pero jamás había sentido curiosidad por saber su nombre. El delicioso aroma del café y la presencia del bello cuadro junto a la mesa la hacían perderse en una realidad que salía de las páginas de sus libros.
En una ocasión su jefe de departamento le había comentado que parecía como si el tiempo no pasara por ella. Le había conocido hacía 8 años cuando entró a trabajar al almacén y pareciera como si no hubiera envejecido ni un solo día. Esto le pareció divertido y la chica comenzó a imaginar que el café tenía propiedades rejuvenecedoras. Un día leyó la historia de un hombre que tenía un retrato que envejecía, mientras él permanecía joven por siempre, con la única consigna de jamás ver el cuadro. A partir de aquel día, comenzó a imaginar que lo mismo le ocurría a ella. Llegó a pensar que el cuadro del pastizal con la casa, atrapaba los años que de otra manera, habrían ocasionado su envejecimiento. Una ocasión soñó que un hombrecito en la pintura le decía que si pronunciaba una sola palabra cerca de aquel cuadro, el hechizo se rompería. Fue así como su ritual en el café se cubrió de silencio y las miradas y sonrisas pasaron a ser el único medio de comunicación con el dueño del local.
Las semanas siguieron pasando y luego vinieron los meses que al final se convirtieron en años. Eduardo, que así se llamaba el dueño del café, había visto el mismo rostro durante casi 12 años y jamás había notado un signo de envejecimiento. Él por su parte se veía un poco más acabado. La angustia de no poder preguntarle su nombre había marcado en él ondas cicatrices. Cada segundo de espera se convertía en un martirio inconcebible. Noche a noche soñaba que la veía sentada en la mesa de siempre y justo cuando se disponía a decir su nombre, el sueño terminaba de forma repentina ocasionándole cada vez más sufrimiento.
La rutina se repetía cada semana sin variar ni un poco. Sin embargo, una fria mañana de diciembre algo cambió. Ese día, el dueño se levantó con la firme convicción de que al atardecer sabría el nombre de aquella enigmática mujer, así le costara la vida.
Eduardo se apresuró a llegar al local, se aseguró de que todo estuviera en orden y se dispuso a abrir media hora antes que de costumbre. Pasó toda la mañana pensando en la mejor forma de hablarle, imaginaba cual sería su reacción, pero lo que más le agobiaba era la angustia de saber si sería o no capaz de pronunciar algo.
A las diez cincuenta y uno supo que el momento estaba cerca; a las diez cincuenta y dos descubrió las palabras exactas que debía decir; a las diez cincuenta y tres se llenó de valor; a las diez cincuenta y cuatro se imaginó su voz; a las diez cincuenta y cinco se vió así mismo proponiéndole matrimonio; a las diez cincuenta y seis soñó con una casa hermosa y cuatro hijos; a las diez cincuenta y siete creyó escuchar sus pasos; a las diez cincuenta y ocho su corazón se disparó; a las diez cincuenta y nueve supo que en cualquier momento entraría; a las once en punto la vió abrir la puerta y toda su confianza y valor se fueron al piso.
La rutina comenzó como siempre. Llevó primero el expreso y se odió por no atreverse a hablar. Más tarde vino el capuchino con un croissant y una lágrima apareció en su ojo izquierdo. Cuando llegó la hora del vaso de agua supo que todo se había ido a la basura una vez más. Sin embargo, justo cuando se disponía a regresar a su lugar atrás de la barra, un súbito calor lo llenó y tardó un poco en reconocer su propia voz pronunciando aquellas palabras que había tenido atoradas durante doce años.
- Hola, mi nombre es Eduardo. Te he visto venir aquí cada domingo sin falta durante los últimos doce años y ni siquiera se tu nombre.
La chica del café (como la había apodado Eduardo) desvió la mirada hacia él y la sorpresa se dibujó en su rostro.
- Sabes – dijo Eduardo – he notado que siempre usas el mismo vestido. Jamás he escuchado tu voz, pero se exactamente que traerte y en que momento hacerlo. Te has convertido en la protagonista de mis sueños. Lo más gracioso es que ni siquiera te conozco, pero moriría si no te viera entrar al café los domingos a las once de la mañana.
Para este momento, una amplia sonrisa se había hecho presente en el rostro de la chica. Sus ojos se llenaron de alegría y supo que era ese el momento que había esperado durante tanto tiempo. Sintió el impulso de decirle a Eduardo que ella también lo amaba aún sin conocerlo y que justo ahora se había dado cuenta de que esa era la razón por la que había entrado al local hacía doce años.
sábado, 20 de diciembre de 2008
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Hola!
ResponderEliminarSoy Gabriela Salazar, me dio mucho gusto leer "Embrujo de café:Parte 2", de verdad que entre al blog con ganas de leer y comence sin detenerme a observar el autor..tan es asi que no cheque que estaba leyendo la segunda parte, jaja! Me gusta mucho tu manera de escribir como detallas las situaciones, de verdad, que muchas felicidades y pues ya sabes yo desde aca echandoles porras, aunque no te conozca en cierto modo nos conocemos indirectamente, saludos a NAyely que tiene añooooos que no nos vemos jaajaja! Suerte en toodo! Ciao!
Arg... maldito... dejaste la historia a medias, tuve ke salir corriendo a los archivos pa terminar de leerla...
ResponderEliminarSabes que esta es del patrimonio de The Zo0, una de las mejores historias que he leido. Gracias Fer por hacernos recordar viejos y buenos tiempos, de akellos dias en ke comenxabamos... spero leer la continuacion (ke en ste momento leere de los archivos...)