jueves, 18 de diciembre de 2008

Embrujo de Café: Parte 1

Todas las semanas transcurrían de forma normal, rara vez había algo digno de recordar. Los domingos, sin embargo, eran una cosa totalmente diferente. El ritual comenzaba a las 9 en punto justo cuando lo anunciaba el despertador. Después de un baño caliente se ponía siempre el mismo vestido blanco con encaje, cambiando en en ocasiones el collar o los aretes.

A las once de la mañana cruzaba la puerta del café. Iba siempre directo al fondo y se sentaba en la mesa de la esquina. A esa hora el local estaba vacío, por lo que podía disfrutar de un rato de soledad en medio de aquel delicioso aroma. Cada semana llevaba un libro diferente y se sumergía en su lectura sin tan solo tomarse la molestia de ordenar algo.

El dueño del local se había encargado de atender el negocio personalmente durante los últimos 10 años y durante todo ese tiempo jamás había visto que la chica del café no apareciera los domingos a las 11 de la mañana. Con el pasar del tiempo había aprendido su rutina. Apenas llegar, tomaría una taza de café expreso. Si había tenido una buena semana, media hora más tarde levantaría el índice izquierdo para indicar que le llevaran un capuchino con mucha canela y la sonrisa en su rostro indicaba que también comería un bocadillo salado. En cambio, si su semana había sido mala, únicamente el dedo solitario pediría el café, pero con un poco de moka para endulzarse la vida. Al terminar, esperaría más o menos media hora más antes de levantar la mirada y con un leve movimiento de cabeza, ordenar un vaso de agua fría. Finalmente, se levantaría, pondría un billete sobre la mesa y saldría del café con una sonrisa en la boca, pero sin articular palabra.

Así había sido durante 10 años. El dueño no recordaba haber escuchado alguna vez su voz, pero si recordaba con precisión el pedido que debía servir cada semana a su fiel clienta. Mucho tiempo había meditado acerca de aquella mujer. Vagamente recordaba como había sido su primer encuentro. Sabía que ocurrió el primer domingo que había pasado siendo dueño de aquel café. A las 11 en punto vio entrar a una joven mujer de alrededor de 25 años. Usaba un vestido blanco con encaje que hacía resaltar la forma de su cuerpo. Su tez blanca y el cabello castaño combinaban perfectamente con los ojos claros que tanto llamaban la atención en aquella bella joven. Era de estatura baja, aunque las zapatillas que calzaba la hacían verse ligeramente más alta.

Muchas veces quiso hablarle, preguntarle su nombre, averiguar porque siempre llevaba la misma ropa y seguía la misma rutina sin pronunciar ni una sola palabra. Sin embargo, por alguna extraña razón, cada vez que intentaba acercarse ocurría algo que lo hacía desistir de su intento.

Durante diez años había alimentado su imaginación. Su curiosidad se había hecho más grande y por si fuera poco, había comenzado a enamorarse de aquella chica. Es verdad, jamás habían cruzado palabra, no sabía nada acerca de ella y ni siquiera sabía su nombre, pero cada domingo esperaba con ansias que el reloj marcara la hora en que ella atravesara la puerta.

El tiempo seguía pasando y cada semana la historia se repetía sin cambios. En alguna ocasión, el dueño del café tuvo una riña con un cliente que había tenido la osadía de invadir la mesa de la joven justo a las 10:45. Tan solo siete minutos después el cliente salía del local mascullando algunas maldiciones y jurándose jamás volver a aquel lugar. La chica del café llegó a la hora de siempre y jamás se enteró de que su rutina estuvo a punto de destruirse apenas unos momentos antes.

Aquella mujer había pasado todo ese tiempo esperando sin saber exactamente lo que esperaba... Un domingo hacía ya diez años había pasado frente al café y el delicioso aroma la invitó a entrar. Se dirigió directamente al fondo y se acomodó en la mesa que estaba justo al lado de un cuadro que mostraba la panorámica de un verde pastizal y una casita de madera al fondo, con un enorme manzano al lado. Ese día sintió como si hubiera vuelto a un lugar del que no se acordaba, pero al que siempre había pertenecido. El siguiente domingo se sorprendió al percatarse de que sus pasos la habían llevado al mismo local. Fue así como la visita dominical al café se convirtió en parte de su vida.

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